a semana pasada el director general de Salud, Carlos Artundo, manifestó que esperaban sí o sí una tercera ola que comenzaría a notarse de manera más acusada a mediados de enero y que las restricciones que se habían tomado de cara a Nochevieja iban en la línea de minimizar esa ola y adelantarse algo al virus. El caso es que los positivos de los últimos 4 días ya están de media un 40% por encima de los que se han registrado el último mes y la tendencia de la curva coge el color que comenzó a coger a mediados de septiembre para hacer tope a primeros de noviembre. La apertura de los interiores de los establecimientos hosteleros el día 17, la inminente llegada de la Navidad, las reuniones, la Nochebuena, la relajación en suma de un porcentaje equis de la población, unida imagino al comportamiento del propio virus, hacen que las previsiones no sean nada halagüeñas. Enero y febrero son los meses más duros en cuanto a la gripe y otros virus respiratorios y parece por tanto así a priori el escenario preciso para que se forme la tormenta perfecta. Estamos tres veces menos saturados en hospitales y en UCI que lo que se estuvo en noviembre, pero hace falta bien poco -apenas unas semanas de relativa despreocupación- para que el virus, no es que te coja delantera, es que se te vaya como se iba Pantani en los puertos. Y para que, por tanto, nos veamos de nuevo en cifras de colapso, muerte y restricciones de todo tipo y clase. Tenemos, no obstante, una leve ventaja sobre marzo y octubre: sabemos qué paso en marzo y octubre e intuimos por dónde podemos empezar a minimizar riesgos, por salud propia, ajena, economía y libertad. Se puede vivir dignamente aunque haya que manejarse con cuidado. Debemos hacerlo. Estamos obligados como sociedad a hacerlo. Pueden quedar pocos meses de pesadilla o más, pero en nuestra mano está parte de cómo los podemos vivir y cuántos los vamos a vivir.