doia era profesora de literatura en un IES de la ciudad, Miren trabajaba de cajera en un súper del extrarradio. Habían coincido tras sus respectivas separaciones en un parque infantil cuidando de sus hijos. Cosas del género. Desde entonces eran inseparables. Pero desde que comenzó la pandemia algo no fluía entre ellas. Sus maneras de pensarla, de vivirla, eran distintas. Seguían coincidiendo en cosas fundamentales, pero sentían que el virus, sin infectarlas, las estaba separando. A veces, entre líneas, salía en sus conversaciones la eficacia de la mascarilla, los efectos secundarios del gel, la pérdida de libertades personales, la normativización sanitaria o las nuevas monitorizaciones que están reconduciendo nuestras vidas. Miren le discutía a Idoia su negacionismo aristocrático cuando ésta cuestionaba como ineficaces las normas sanitarias y las restricciones sociales, cuando afirmaba que la enfermedad era “cosa de otros “ y la intervención científica, de la que sospechaba, superflua. Idoia creía el virus procedía de un laboratorio con el propósito de generar una nueva dominación. Miren le dijo que la dominación real estaba en la caja del súper donde pasaba ocho horas por 850€ mensuales. Pero Idoia insistía en que no quería participar del borreguismo enmascarado. Que era partidaria de exiliarse ante la nueva normativización para encontrar sentido a su propia experiencia, “quiero ejercer mi derecho a contagiarme”, decía.

Miren creía que Idoia se equivocaba. Que su pensamiento mágico y neoliberal era una forma individual y no colectiva de enfrentar la epidemia, un “sálvese quien pueda”, una enmienda a la totalidad ante la necesaria interdependencia que exige este tiempo inclemente. Y le dijo: “nuestros cuerpos nunca son solo nuestros, sino también la condición de los demás”. Así las cosas, quedaron para echarse unas cañas.