lumillas y tertulianos sufragados por el pesebrismo pepero decían la semana pasada que la implosión del PP, ese reventón en la sala de máquinas del buque insignia de la corrupción española, era un peligro para la democracia y para España. Como si en esa lucha caníbal entre los cárteles de Génova y Puerta del Sol nos fuera la democracia cutre que ya anunciara The Economist. Como si ese costurón cosido en falso fuera a descalabrar esta democracia de saldo que no se atreve a meterle mano a un emérito corrupto. Joder, me dije al oír semejante gilipollez, si algo tiene que implosionar no es ese partido que da cobijo a los fascistas de Vox que a estas horas están de resacón, que también, sino esta segunda restauración borbónica con su monarquía impuesta por el carnicero de Ferrol. Y tiene que implosionar ese nacionalismo español tan de abascales y otros kukuxklanes patrios que hacen del odio a los extranjeros pobres y racializados, su penitencia diaria, y tiene que implosionar la Iglesia católica española perpetradora desde hace años de dos grandes pecados capitales: la avaricia inmobiliaria a través de la inmatriculación de bienes y la corrupción y abuso de menores. Por cierto, Defensa ha gastado en los últimos diez años 40 millones de euros en sueldos de sacerdotes castrenses. Y tiene que implosionar la violencia contra las mujeres y el cártel formado por las grandes empresas del Ibex y los partidos dinásticos. Pero no. Implosiona el precio de la luz y los carburantes y la vivienda, implosiona el desempleo y la pobreza con once millones de afiliados, implosiona la Atención Primaria y las listas de espera. Implosiona en fin, la vida diaria de mucha gente cuya única esperanza es el próximo trago.

Todo esto venía a cuento de un par de pepesátrapas. Se lo conté a Voltaire y dijo: “Hay que decir la verdad y después prenderse fuego”. Pues eso.