Ayer día 1 subí andando a Pamplona por la mañana. Lo hago todos los añonuevos. Me gusta dar una vuelta por las calles de la parte vieja y ver los restos de la fiesta. A veces con resaca, a veces no. Ayer no. Ayer iba pensando en el paso del tiempo. Y pensaba que lo que más temo es que se me amargue el carácter. Cada año por estas fechas, desde hace ya unos cuantos, me lo digo en voz alta. Me lo digo y me lo repito una y mil veces: que no se te amargue el carácter, muchacho. Me digo: pon atención, cultiva una mente observadora y elegante. Porque me temo que ahí está la cosa. A mucha gente se le amarga el carácter, pero es sobre todo porque no se observan a sí mismos. Pasa con la edad, lo veo constantemente: todos lo vemos, supongo. Así que, como ya tengo unos años, he tomado una decisión (definitiva, espero): he decidido que a partir de ahora voy a celebrar la vida cada día. No es que me vaya a hacer optimista. Eso nunca. Detesto el optimismo. Creo que los optimistas acaban comiendo mucha mierda, pobres tipos. Además olfateo el aire y huelo a fascismo (quiero creer que no soy el único que lo nota). En determinados momentos, no se puede ser optimista, es peligroso. Peor aún: es una obscenidad. Europa apesta a fascismo. España va detrás: ya ha empezado. Los hilos del mundo están siendo gobernados por poderes cada vez más despiadados y oscuros. Y la ultraderecha tiene ganas de alzar el mentón y aullar de nuevo. Pero no me voy a amargar. Lo he decidido. Ese va a ser mi buen propósito para este año (tengo otro pero no lo puedo poner aquí). Estoy vivo y voy a celebrar la vida cada día. A partir de hoy. Mientras pueda, claro. Mientras tenga fuerzas. Y si no te parece mal, te animo a que hagas lo mismo porque es más tarde de lo que crees. Como bien le dijo Dick Turpin a su caballo: “Amigo mío, no hay tiempo que perder”.