La izquierda siempre se está lamentando. La derecha siempre se está riendo. La izquierda siempre se lamenta de que una parte de sus supuestos votantes no acude a las urnas. Si acudieran ganarían, razonan con tristeza. Una tristeza que es resignación. A la izquierda le seduce el mito del perdedor. La derecha prefiere el mito del ganador. La derecha quiere ganar. La izquierda quiere ser pura y perfecta. La derecha es fácil. La izquierda es complicada. La izquierda piensa en animar a los que no votan. La derecha piensa en animar a los que votan. La derecha piensa que el poder le pertenece por naturaleza: que eso es lo normal: que los que tienen que mandar son ellos. La izquierda, en el fondo, piensa lo mismo. En los breves periodos que la izquierda accede al poder, tiene la sensación de haberlo asaltado ilícitamente y la sospecha de que lo va a perder pronto. Cuando la derecha pierde el poder no se entristece, se enfurece. La izquierda no entiende que los pobres voten a la derecha. La derecha sí lo entiende porque Dios consigue muchos votos. La izquierda tiene ideas. La derecha tiene valores. La izquierda siempre anda cuestionando sus ideas y enredándose en los matices y en las distintas tonalidades del matiz. La derecha es poseedora de certezas inmutables y no necesita retocarlas ni dar explicaciones. La izquierda es teórica y tiende a autoimponerse loables exigencias éticas. La derecha es pragmática y sabe que una cosa es hablar y otra actuar en el mundo real. La gente de la derecha no duda. La gente de la izquierda duda, se decepciona, se contagia y se siente obligada a justificar su pesimismo argumentando que al final da igual que gane la derecha. La izquierda es lista pero es tonta. La derecha es tonta pero es lista. La derecha se une. La izquierda se fragmenta. La izquierda está siempre debatiéndose, reinventándose. La derecha no cambia: es la derecha, ya está. A veces, la derecha da miedo. Pero la izquierda da pena casi siempre.