n estos 47 días de encierro solo he salido de casa cuatro veces. Las cuatro para ir al supermercado. Lleno el carro sobre todo de cerveza y pepinillos y vuelvo corriendo. Soy cobarde y obediente, lo reconozco. Pero también sé algo: todos lo somos. La mayoría de los que se creen valientes suelen ser insensatos con pocas luces. En fin. Supongo que se puede vivir sin amigos, pero quién querría vivir sin cervezas y pepinillos. Y lo mismo digo de las películas. ¿Quién querría vivir sin películas? He visto tantas series y películas que ya no sé quién soy. Solo los amigos te hacen ser quién eres. Así que ahora mismo no soy prácticamente nadie. Mi yo social lo he dejado colgado en el armario de los abrigos viejos. Y puede que se lo estén comiendo las polillas. Es temporada de polillas, eso te lo aseguro. Sin embargo, me siento extrañamente bien. Cosa que, por otro lado, me incomoda. O sea, me hace sentir culpable. Culpable de no estar mal, ¿no es curioso? Deben de ser las nuevas emociones. Ya se ha acuñado el concepto de Nueva normalidad. Pero también va a haber nuevas emociones. Y quizá no todas sean divertidas. Salvo que la tumefacción superyóica lo sea para alguien. En fin. Dicen que nos van a dejar salir pronto, pero puede que muchos no salgan. Ya veremos. He oído que hay gente que no quiere salir porque le ha cogido miedo a los otros. Gente que ha descubierto que enclaustrada se siente mejor que nunca. Interactuando de un modo seguro con su acicalado alter ego virtual. Mi mujer y yo hemos llegado a un arreglo. Es un acuerdo tácito. Ni siquiera hemos tenido que verbalizarlo. De hecho, de eso se trata: de vernos poco y hablar lo menos posible: el secreto de las buenas parejas. Dicen que en China está habiendo una avalancha de divorcios. Aquí aún no es el momento de hablar de ello, creo. Pero los abogados matrimonialistas ya deben de estar frotándose las manos. Como bien decía el gran Gracián, infortunio de unos comporta fortuna de otros.