ntonces viene esa chica del jersey rosa palo flojo y me pregunta qué voy a hacer cuando esto acabe. La pregunta me sorprende, así que doy otro sorbito al botellín. Intento pensar. ¿Qué voy a hacer? Pero no se me ocurre nada. No sé, digo. Y entonces ella sonríe con una especie de no-sonrisa que a la vez es una mueca de hastío o algo parecido. ¿Y tú?, le pregunto yo, por si acaso. Porque quizá tenga planes. Pero no. Tampoco sé, dice al cabo de un rato. Y luego se encoge de hombros: como a destiempo, cosa que me hace gracia. En el fondo, todo esto del confinamiento es como un destiempo, se me ocurre de repente. Por cierto, el otro día leí que unos científicos de la NASA (creo) aseguraban tener pruebas de la existencia de un universo paralelo en el que el tiempo va hacia atrás. ¿Alguien más lo leyó? En fin, mejor no dedico ni un segundo a pensar en eso, no vaya a ser que me dé un esguince. La cuestión ya no es que no sepamos qué vamos a hacer, puesto que tampoco sabemos qué vamos a poder hacer. La cuestión es que a mucha gente se le están quitando las ganas de hacer planes. O sea, que eso de hacer planes ya no va a ser lo mismo. Vivíamos en la cultura de los planes. Todo el mundo tenía uno (o más). Ahora nadie tiene planes. Se nos ha bajado el soufflé. Y algunos quizá nos estemos dando cuenta de que tampoco se está mal sin planes ni soufflé. La chica del jersey rosa, la que hace las cosas a destiempo, dice que si pudiera ir hacia atrás le gustaría pararse un rato en sus siete años. No quedarse ahí, pero sí pasar un par de días en esa edad. Yo a esa edad podía estarme horas mirando hormigas, comenta con un gesto algo soñador pero también raro. Yo le digo que a mí me encantaban las lagartijas. Y entonces ella da un respingo en la silla y me cuenta que el otro día le apareció una lagartija azulada en la bañera. ¿Qué? ¿Por dónde entró?, le pregunto, extrañado. No sé, contesta ella abriendo bien los ojos. Hay días en los que todo es un puro no saber.