n la pantalla sale un gurú y me dice que escuche mi silencio interior. No sé yo. Eso del silencio interior suena bien, pero es difícil en estos tiempos. Luego sale una joven falangista maquillada (con una camisa falangista) diciendo burradas de los judíos y en seguida salen los actos de vandalismo juvenil en las calles y los botellones y todos esos grumos. Y pienso que siempre es igual. Como en la canción. Por alguna perversa ecuación antigua enroscada en las raíces del sistema, los medios de comunicación proyectan la mayoría de las veces una imagen negativa de la juventud, ¿por qué será? Se nos bombardea con casos de jóvenes que provocan rechazo por una cosa o por otra. Y se hace en detrimento de los otros: los jóvenes preparados, entusiastas y solidarios que, por cierto, abundan. Pero que, al parecer, poseen el don de la invisibilidad. Me pregunto: ¿la sociedad odia a los jóvenes? Y me respondo: sí. Fingimos que no, pero sí. Ellos no se sienten completamente dentro, claro: son jóvenes. Quizá por eso los tememos. Nos decimos que son irresponsables y agresivos. Creemos que no se enteran y son mucho más listos que nosotros. Y por supuesto, perciben con mayor rapidez y agudeza las nuevas claves, mecanismos y lenguajes del mundo que se avecina. No es ya solo que no les guste el tipo de cine que nos gustaba a nosotros o prefieran otras canciones: es que tampoco les gusta el tipo de vida que nos gustaba a nosotros y prefieren otro mundo. Repito, exceptuando una minoría de jóvenes que escenifican más o menos interesadamente el viejo melodrama del darse por vencidos antes de empezar, la mayor parte de la juventud contemporánea está bien preparada, tiene una visión realista del momento y es animosa y vital. Deprimirlos, un día sí y otro también, con mensajes decepcionantes y perspectivas chungas, representa sin duda un error estructural de consecuencias insospechadas. O sea, lo de siempre.