hora me llora un ojo. Cuando no es una cosa es otra. Se te calma un poco lo del oído y te empieza lo del ojo. Siempre tiene que haber algo. Es como lo de Putin. Parece que hubiera estado esperando a que se acabara la pandemia para iniciar la tercera guerra mundial. Muy amable. No tenía que haberse molestado, señor Putin. Podía haberla empezado cuando le hubiera dado a usted la gana, señor. De todas formas, gracias, eh, señor. Por esperar, digo. Señor. Que es usted un señorrr. Un señorrr de señorrres. El más señorrrón del momento. La pregunta es si la testosterona y la guerra son la misma cosa. Esa es la preguntita, creo. O sea, que no hablo de relación entre dos cosas distintas. Lo que digo es que, a lo mejor, son, la testosterona y la guerra, la misma cosa. Porque, si lo son, siempre estará ahí, ¿no? La guerra, digo. Siempre estará. No sabemos lo que pasaría si en vez de Putin mandara en Rusia una chica. Pero el caso es que manda Putin. El jefe es él: el señor testosterona. Posando con su briosa y marcial testosterona. Ahora galopando a pecho descubierto con calzón de cuero como un cosaco en verano. Ahora me tiro al río de aguas heladas y al salir parto un ladrillo con la frente, le arranco los huevos a un lobo y me los trago. Ahora cualquier otra cosa parecida, en plan: mira cuánta testosterona del infierno me chorrea por todo. Siempre habrá gente así, me temo. Este es un temor que tengo yo, pero que, en el fondo, creo que lo tenemos todos. El miedo al líder demasiado cebado con niños crudos. El miedo al jefe que se ha convertido en un monstruo, no sé si me explico. De todas formas, lo que quería decir es que me llora un ojo. Solo eso. El ojo con el que miro el mundo. Con uno miro a mi oscuridad y con el otro miro el mundo. Uno se está quedando ciego. Y el otro, ahora, se pone a llorar. Y no tengo más. Esa es la cuestión.