unto uno: me parece que estoy algo desanimado, supongo que lo estoy, estoy seguro. Y punto dos: tengo que animarme como sea. Aunque tenga que hacerlo solo, claro. Ya nadie lo hace por ti. Lo malo es que me conozco tan bien que cada vez me resulta más difícil engañarme a mí mismo. Y para animarse hay que poder engañarse un poco, creo. Anímate, me dice Lucho, mi amigo imaginario. Pero tampoco él parece muy animado. Y eso que ni siquiera es real. Ya hasta las fantasías están desanimadas. Malos tiempos. Fantasías desanimadas de ayer y hoy presentan: ¡La tercera guerra mundial! Jeje, qué malo. Pero sí, la amenaza de una guerra nuclear está ahí, de todas formas, en cierta medida, de algún modo. Al menos, en nuestras cabezas. Porque, ahora mismo, todos albergamos el temor de que cualquier cosita podría desencadenarla. O sea, que cualquier cosita muy pequeñita, una estupidez sin importancia, por ejemplo, podría ser la chispa que. La gota que. La ocasión que espera el diablo. Si esa es la tesitura mental en la que, más o menos, nos encontramos todos, ¿cómo te vas a animar? Fácil no es. Lucho dice que ahora la única manera posible de ser optimista consiste en esperar lo peor y luego sorprenderse gratamente de que no suceda. Y yo le contesto: pues mira, no me gustaría pecar de optimista, pero lo mejor de lo peor sería que, si hubiera una guerra nuclear, seguramente nos extinguiríamos como especie. Y ya está. Se acabó. Se acabaron los problemas. Fin. Salvo que se salvase Putin, claro. Que es posible. Pero bueno, eso ya no iba a ser problema nuestro. Eso ya sería cosa de otras especies más resistentes. Las cucarachas, quizá. ¿Te lo imaginas?, le pregunto a Lucho. Y él contesta: Preferiría no hacerlo. De todas formas, en serio, ¿no sentís un cosquilleo extraño? Yo sí. Y no sé si me gusta. De hecho, creo que no me gusta nada, estoy seguro.