“Me encantaría tener que comprarme un abrigo”, apunta con esa chispeante alegría con la que a mí también me gusta hacer afirmaciones sobre asuntos que desconozco una afortunada que vive 2.300 km al sur de nuestra amada latitud natal. Sí, amigas, -os, en Canarias. La mujer envidia esa prenda que comienza ofreciéndonos guarida y termina salvándonos la vida los días desapacibles, que en el Norte son abrumadora mayoría y no necesitan alcanzar ningún tipo de acuerdo con otras fuerzas meteorológicas porque van sobrados y saben que se hará lo que ellos digan el 80% del año. Huyendo un poco del noviembre que nos ha atravesado los órganos vitales en pleno junio nos hemos dejado rodar hasta estas islas cuyos habitantes no sé si terminan de ser conscientes de sus privilegios. Ahorran en vestimenta, armarios y energía el PIB de un país centroafricano, nada de abrigos, comandos, trencas, edredones con mangas ni animales o peluches abrazándosenos al cuerpo, nada de cambiar en percheros y cajones “lo de invierno” por “lo de verano” para utilizarlo 15 o 20 días y repetir operación a la inversa. Gozan de la suerte de nacer con un ritmo cardíaco inferior y menos prisas por cm3, o quizá sea la atmósfera isleña la que les va puliendo las constantes vitales desde la infancia, no lo sé, la cuestión es que cultivan otra cadencia, una pausa desconocida, y esto termina traduciéndose en realidades como que La Orotava haya ganado este año el reconocimiento internacional de villa slow, amable para vivir. Pero resulta que en ese pódium se alza por debajo de Pamplona o Gasteiz, lo que dinamita mi sólida teoría acerca de las temperaturas como agente modelador del carácter. Parece que los expertos arrumbaron este factor en pro de otros que les parecieron más consistentes como la tasa de mortalidad o la esperanza de vida. Soy tan poco vasca a veces?