cuentan que Iñigo se va, que Pablo se enfada, que Laura se queda, que Ainhoa se expulsa, que Armando discrepa, que Ada conspira, y a estas alturas uno duda si esos verbos lucen con justicia o cabe adjudicarlos al azar. Me temo, sí, que sólo los analistas empotrados y afines a sueldo saben hoy con certeza qué compañera es leal, qué camarada es crítico, traidor, tránsfuga, trepa, ambiguo, quién crea marea, corriente, círculo, grupúsculo, ala, sector, plataforma ciudadana, asociación de comunes o peña con lonja.

Yo, lo confieso, ya ignoro quién lleva razón, y al posicionarme lo hago como mucha gente, con criterios de honda raíz filosófica: este me cae mal, esta me cae bien. Intento enterarme, pero mi cerebro no alcanza. Me he perdido. Y lo escribo con más pena que ironía, pues, salvo los afectados en el corazón o en el bolsillo, no hay peatón capaz de aprobar un examen sobre lo que de verdad ocurre en aquella esperanza nacida un 15-M y que va camino de 11-S. Lo que decía Churchill de Rusia, “una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma”, a eso se asemeja este baile rojo de puñales.

Sea por pureza ideológica, chute de ego o empacho teórico, la incompetencia de ciertos cargos para entenderse los invalida hasta para una carrera de sacos. Discutirían sobre la conveniencia de endosarle al esparto un afán competitivo del que en origen carece. No los quiero imaginar al frente de una comunidad de vecinos o en un bufé hotelero. Serán expertos en sociología política y movimientos de masas, pero si tomar al asalto el cielo era esto, prefiero pisar tierra por consenso. Somos el pueblo, gritaban. Visto su nivel del cainismo, ahí la clavaron.