Dejando a un lado la minucia de que en España le esperan cuatro causas judiciales, una la del atentado de Zaragoza donde murieron once personas, entre ellas cinco niñas; olvidando que bajo su mandato se asesinó y mutiló a cientos de paisanos; pasando por alto el detalle de que un tercio de los crímenes del club, más de 300 cadáveres, sigue todavía sin castigo; y, en fin, aun convirtiendo a viudas y huérfanos en entes abstractos cuyo dolor al parecer no merece ese alivio tan prosaico de “policía, cárcel y jueces”, aun así, hay algo muy poco socialista y revolucionario en pedir la libertad de ese hombre alabado en su galaxia, no nos engañemos, más por lo que hizo durante décadas que por lo que un día dejó de hacer.

Sin dudar de su esfuerzo al cerrar el chiringuito -¡gracias!-, uno se pregunta qué clase de proceso de paz clasista sería este en el que el jefe tiene que estar en la calle mientras que sus empleados agonizan en la celda; qué tipo de negociación, esta en la que el intermediario no obtiene ningún beneficio para los suyos y a cambio adquiere el derecho individual de no ser detenido; qué jerárquico plan de retirada, este en el que el soldado raso, gudari a secas, envejece a la sombra y el capitán general, dirigente histórico le llaman, puede saltarse la ley y volver a casa sin cargos. Ignoro si ha exigido tal bicoca, pero la exigen sus fans.

Y es que se habla hoy, con justísima razón, de sus víctimas directas, pero no de sus indirectas, infinitos jóvenes incitados al terror que ya presos pagan y continuarán pagando lo que a su líder, por lo visto, le debe salir gratis. La mili con los milis, y el sargento de rositas.