El jueves llamé a La Veloz Sangüesina, empresa con el mejor nombre del mundo, para saber si el día se consideraba festivo al serlo en Sangüesa. Un diligente señor me confirmó que el autobús saldría a la hora habitual, y así lo hizo con puntualidad. Me acordé de Antonio Pereira, quien de niño quería ser el conductor del bus de su pueblo, tal vez para oír historias. Ya en Pamplona, una amable mujer me informó con celo sobre el de Madrid. En el transbordo de Soria el chófer pidió que por respeto no nos descalzáramos, y nos deseó buen viaje. Camino de la metrópoli reflexioné sobre la timidez, el silencio, las fiestas, y alcancé una conclusión clave: los amigos potan, los enfermos vomitan. Íbamos tan pocos pasajeros que me sentí a ratos Pere Calders, quien, en su exilio mejicano, cuando era el único que tenía que bajarse en una parada, por no molestar esperaba a la siguiente. Recordé algo que vengo observando desde que empecé a dar tumbos, y es que en ningún sitio la gente se tira tantos pedos como en los baños de los aeropuertos. La certeza de que el sufrido testigo volará a Tegucigalpa o Mogadiscio, de que nunca más nos cruzaremos, anula el deber del decoro. San Agustín distingue entre actos voluntarios e involuntarios y se cuestiona si la conciencia actúa cuando uno sufre de aerofagia. ¿Y el amor al prójimo? Anochecía al llegar a la estación de avenida de América, denominación también certera visto quién la atiende y limpia, y retomé un eterno runrún: qué lejos está la actualidad de la realidad, y qué empeño en que todo brille al rojo vivo. Hay vida más allá de Pedro y Pablo, y avanza con discretos paisanos. Después me arreé un bocata de calamares.