En una entrevista a Norman Manea, la periodista aprovecha el viaje, supongo que a Nueva York, para enredarlo con lo nuestro: “En algunas comunidades de España se insulta a la gente calificándola de bilingüe. Siendo alguien que ha sufrido el nacionalismo, ¿qué opinión le merece?”. El escritor se suelta el lazo con una educadísima obviedad: “Aunque hablo varios idiomas, el íntimo todavía es el rumano. Considerar el bilingüismo un insulto implica una suerte de idiotez y provincianismo intolerante nada raro, por desgracia, en nuestros intolerantes tiempos.”

Distancia rima con paciencia. Pues un honesto paisano de estas comunidades tal vez optaría ahí por la respuesta bumerán, “¿qué me estás contando?”, a lo Caín, primer ser humano fichado que contestó a una interrogación con otra: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. Uno más harto emularía a Patrick Timsit, quien, cuando le preguntaron si no creía que en esta vida saltamos de la risa al llanto, puso cara filosófica y ebrio de dignidad declaró: “Eso es precisamente lo que me decía yo esta mañana mientras meaba”.

Hemos llegado a un alucinógeno punto en el que políticos, intelectuales y parroquianos, algunos recios monolingües, se afanan en vender las bondades del bilingüismo al prójimo que, además de castellano, conserva la manía de hablar algo periférico. Como si usar la cuchara, para ellos cucharilla, nos imposibilitara coger el tenedor. En fin, mañana Osasuna-Athletic. Así que hagan el favor de no gritar al árbitro murciano lo que se estila aquí con picadores y antidisturbios: ¡bilingüe, más que bilingüe! Y absténganse de tirar metáforas al campo.