al Belén de Madrid le han colocado una gran bandera española que le ciñe la cintura como si se presentara al certamen Miss Portal. Sostiene el alcalde que la minifalda bicolor bajo el Nacimiento es costumbre en la ciudad. Y, por si a un picajoso se le ocurre buscarla en la hemeroteca, añade Almeida que se ha limitado a hacer público un hábito privado: “Todos los que hemos tenido belenes en casa sabemos que es tradicional poner la enseña nacional”. Claro que como al aguafiestas quizás le dé también por revisar fotos familiares y encuentre antes la mirra que la banda rojigualda, concluye que “no solo es motivo de celebración la Navidad, sino el orgullo de ser españoles, y nunca está de más reivindicar la bandera nacional.” Así, sí.

Le entenderíamos mejor si hablara de atrás hacia delante, empezando por esa única verdad y dejando las trolas para Herodes. O sea, siembro de imaginería patriótica el calendario festivo porque españolear está por encima de cualquier consideración religiosa y cohesión social. Importa más el Cid que Jesús. De igual manera cabe justificar que Melchor se vista de Capitán Trueno, Gaspar de Naranjito y Baltasar de Pepe Legrá. Sería una tradición tan arraigada en las calles y hogares del país como la de meter la bandera entre el río de papel de plata y el camello sin cabeza. Bastaría explicar que no solo es motivo de celebración la Cabalgata, sino el orgullo de ser españoles, y nunca está de más reivindicar la bandera nacional. Las ocasiones abundan: la procesión de Semana Santa, el congreso de chotis, la final de tenis, el cumpleaños de Bertín y las campanadas de Nochevieja. Qué no harían si fueran nacionalistas.