Vaya por delante que no soy cristiano, ni de verdad ni de mentira, pero conozco a muchos que sí lo son, de mentira y de verdad. Y entre estos últimos, como entre los anteriores, hay quienes están a favor de la eutanasia y quienes están en contra, como los hay quienes dudan al respecto, postura que, en la España de hoy y en la siempre, es la más impopular. Y es que a fecha fija nos convocan para sentar cátedra y dictar sentencia sobre los temas más oscuros, y ay de quien se atreva a confesar: no lo tengo claro. Por eso resulta tan simplista, y tan injusto, ese afán por tildar de ultracatólico a todo sujeto contrario a la legalización de la eutanasia; o prejuzgar católico, menos mal, a quien carece de una opinión nítida sobre un asunto muy complejo. Este debate no es fruto de un conflicto entre la fe y el ateísmo, aunque se empeñen en plantarnos ese ring tanto la Iglesia empoderada como el anticlerical de guardia. Lo que se dirime en el Congreso no tiene nada que ver con ningún dios, sino con el ser humano, con lo que uno piensa sobre sí mismo y la sociedad en la que desea vivir y, ya que estamos, morir. Reducir otro dirá ampliar esta discusión a límites teológicos es una trampa de la que muchos se valen en ambos bandos para no enfrentarse a un profundo dilema ético. Bastante difícil resulta ya establecer su marco legal como para, además, nublarlo con el vaho de la religión. Yo, vaya por detrás, apoyo la legalización de la eutanasia, y mi razón es también anticlasista: siendo ilegal, solo los ricos podrán hacer uso de ella. Vamos, lo del viaje a Londres de toda la vida, pero ahora con la muerte.