Cómo nos reíamos de Belén Esteban cuando aullaba aquello de "por mi hija ¡mato!", pero yo, que no soy padre, creo que esa amenaza anida en el ánimo de muchísimos que sí lo son. No digo, claro, que literalmente maten, sino que el natural amor por la prole es lo último que se civiliza en el tránsito del mono al ser humano. Uno puede leer a Heidegger y aprender el sistema numeral aranista, pero como le pidas que su nene pare de alborotar corres el riesgo de que la cena acabe en bronca. Yo en algunos chavales no descubro sino los defectos que les van tatuando sus progenitores.

Por eso, por esa animalísima protección de la camada, pienso que, si la muerte atacara guarderías en lugar de residencias, si esos 22.000 ataúdes de ancianos albergaran críos, desaparecerían los negacionistas, incrédulos y pusilánimes. Yo por mi hija mato, y ponte ya la puta mascarilla. También serían muy pocos quienes juzgasen las restricciones un ataque a la libertad individual, que al parecer no merece ser limitada por salvar a unos cuantos viejos. Ya veríamos qué libérrimos nos dejarían ser si los más afectados por la asfixia y el dolor de pecho fueran adolescentes. Yo por mi hija mato, así que ya te estás largando perimetralmente.

Entiendo, cómo no, el cabreo de quien se arruina por el cierre de negocios y fronteras. Y hay que ayudarle a salir adelante. Solo añado que el creciente rechazo de toda medida coercitiva es también fruto de un olvido terrorífico, el de unos abuelos que ni siquiera andan ya por la calle para interpelarnos. Son elefantes que se alejan en silencio. Los niños valen más. Es la ley de la selva, sí, pero para algo inventamos la ciudad.