ara saber una lengua, y sobre una lengua, no hace falta ser nativo. Obviemos la obviedad. El armenio Vahan Sarkisian estudió los numerales vascos y la nipona Suzuko Tamura el orden de las palabras. Para meterse a dialectólogo, tampoco, que por algo honramos a Louis Lucien Bonaparte. Y cabe criticar la unificación de un idioma, claro, aunque gana autoridad quien traduce a Shakespeare a la modalidad vizcaína, como Benito Larrakoetxea, y a Cervantes a la guipuzcoana, como Pedro Berrondo. Lo alucinante es que, siendo de aquí o de allá, que da lo mismo, y sin tener ni puta idea, que da menos lo mismo, el paisanaje desprecie al euskara ahora por su estandarización.

Lo ignoro todo sobre la junta de la culata, pero en este taller nuestro cualquier mano se mancha de sintaxis y ergativos. Así uno alaba por contraste la autenticidad del vascuence de antes, pese a que no estuviera antes ni sea capaz de comprender un solo texto de antes. Así a otro lo enternece su simpática variedad, aunque ebrio de cariño se haga un lío y abrace el dialecto vallenato, ese que según cuentan florece distinto en cada valle. Y así un tercero, o Montero, tacha al batúa de artificial, monstruo de laboratorio que no entienden en los caseríos, quizás los de un almanaque agropecuario. Sin duda en las fincas, granjas, heredades, haciendas, plantaciones y casas de labranza hispánicas almuerzan los pecios de Rafael Sánchez Ferlosio.

A la vista de su pesadumbre, diríase que hasta 1968 la lengua vasca era para ellos una joya multicolor, arcoíris babélico sin par. Vamos, que me gusta cuando hablas, siempre que estés como ausente.