Hay personas con los pies pegados al suelo. ¿Sobredosis de realismo? No: han pisado un chicle. El diccionario lo define como “pastilla masticable aromatizada, que no se traga, de textura semejante a la goma”. Es curioso que la definición académica incluya la recomendación profiláctica: no se traga. Qué desazón transitoria cuando nos tragábamos un chicle. Lo imaginábamos atascado en el esófago u obstruyendo algún tramo de intestino. Los hipocondríacos escudriñaban las heces para tratar de detectar su salida del cuerpo humano. Aliviarse con la certeza de su expulsión era un plus de alivio. Antaño, el chicle era como una superposición de monedas de euro. De fresa o de menta. Había que trabajarlo para presumir de globos de tamaño ostentoso. Desprenderse del chicle, por fatiga mandibular o por extinción de sabor y flexibilidad, siempre ha sido engorroso. El pupitre del colegio, escondite de manual. Y la mesa de comer. Y la butaca del cine. Hasta secarse en el olvido o rescatarlo si todavía respondía a los estímulos salivares y restauraba su función de entretenimiento. Los más cuidadosos lo guardaban en el propio envoltorio. La industria del chicle ha investigado e innovado en sabores, formatos y presentaciones. Con campañas publicitarias que lo vinculan al cuidado de la higiene bucodental, al control de la placa bacteriana y a la ocultación de la halitosis. Alivia tensiones, estimula la producción de saliva y ayuda al control de la presión auditiva. Sus múltiples canales de distribución y su precio lo hacen asequible. Consumo social, alto. Predominio neto del chicle sin azúcar. En un capítulo de exitosa serie estadounidense, todo un vicepresidente de Gobierno tiraba el chicle al suelo antes de cruzar el umbral de la puerta que lo separaba de la prensa. Un gesto común. Su mancha es un problema incómodo. Algunas empresas comercian soluciones específicas. Internet está poblado de tutoriales. La educación cívica tiene menos adherencia.