El badajo pudo caer abajo. Alguien se percató de un sonido anómalo. Dio la alerta. Los bomberos supervisaron el campanario, cortaron la sirga y abortaron el peligro latente. El vecino informador tuvo el mérito de distinguir una anomalía en el barullo sonoro del repique. El estruendo del tañer simultáneo atrofia la percepción auditiva. Quizá evitó daños personales. El campanario de San Miguel, de los más activos y estrepitosos de Pamplona, es a ratos una orgía de badajos. Quizá haya repicado también para conmemorar el día o el aniversario de cada una de las 2952 inmatriculaciones realizadas por la Iglesia navarra desde 1900. A Dios rogando y bienes registrando. Cabe esperar que su mantenimiento esté reglado y cumplimentado. Lo que sería una ITC (Inspección Técnica de Campanas). Aunque quepan dudas. Semanas antes, en otro céntrico templo parroquial, el badajo de una campana cayó junto a uno de los campaneros invitados a un bandeo manual, más creativo que los automáticos. Por San Fermín chiquito. El accidente quedó en susto. Menos mal. Los campaneros son ya pocos. Artistas en extinción en la interpretación de los distintos toques y en la armonía entre las diferentes voces de campanas.

Gastos de gestión: eufemismo de recargo en el precio por autogestión de una compra. Es como si soportaras un recargo en esas cajas registradoras de supermercado donde tú marcas, pagas y embolsas los productos. La compra de entradas en una web agiliza la venta y permite a la empresa un ahorro en costes de personal. Algunos servicios los han suprimido, otros los mantienen. Y eso que, en determinadas circunstancias, también hay que hacer cola para la compra por Internet. Les queda por repercutir la factura de la energía consumida por los lectores de códigos QR usados por el personal en la puerta de acceso. Antaño, el portero cortaba cientos de entradas con un giro de muñeca y a nadie se le ocurrió cobrar por inducción a la tendinitis. Abuso.