e alguna manera será consecuencia del proceso de pánico, confinamiento, asombro y posterior relajación propiciado por el estado de alarma, posiblemente viene de antes y ahora, que otras preocupaciones se atenúan, resurgen. Pero resulta curioso que cuanto más nos vamos separando del momento álgido de las curvas, aún sin saber si volverán a subir las de los indicadores económicos o por el contrario lo harán las de los contagios, la polarización en la opinión pública está superando todas las barreras. Preocupante es, asociado a lo anterior, cómo gente que pensábamos inteligente y hasta sabia se abandera en sus prejuicios y monta trincheras y confrontaciones. No hablo de la política: no hace falta análisis del interés partidista y la escasa visión de estado de quienes deberían tenerlo o del arribismo interesado del cuanto peor mejor que tienen los ultras, porque siempre fue así y así seguirá. Me refiero sin embargo a expertos en temas científicos, de salud, de economía, del conocimiento en general, esa herramienta que todos dicen defender y que todos deseamos para el futuro bienestar: pues no, la gente que mejor debería entender, por su bagaje cultural, la fragilidad de las certezas, la necesidad de navegar entre incertidumbres y la conveniencia de estar dispuesto a cambiar lo que pensábamos ante las nuevas evidencias, acaban como hooligans increpando al contrario y enseñando la camiseta como si esto fuera una competición entre rivales.

Quizá nuestro error era pensar que la gente inteligente era más fuerte en su convicción racional que en sus prejuicios. La psicología había anunciado que no, pero no queríamos hacer caso a ese juicio tan negativo porque siempre nos gustó creer que salvaría al mundo del desastre. Y lo hará, pero solo si aprendemos a contenernos.