l abogado Atticus Finch, en ese clásico estadounidense que escribió Harper Lee y que muchos conocimos en el cine personificado en Gregory Peck (hablo de Matar a un ruiseñor claro) decía aquello de que lo que está bien no siempre es popular y lo que es popular no siempre está bien. Decía muchas más cosas y ponía en evidencia el racismo de un país racista, pero esta semana he vuelto a esta confrontación entre lo popular y lo correcto, o lo bueno, y cómo en general acaba perdiendo el sentido ético ante la demografía. Somos, los humanos, criaturas que encuentran complicado hacer el bien cuando no parece que hagas nada bueno en concreto porque simplemente renuncias a hacer lo que antes hacías cómodamente, cuando el fin moral queda subyugado a que exista una amplia colaboración, a posponer tus prioridades para que algo más o menos intangible, pero deseable, comience a florecer. La pandemia nos sigue poniendo a prueba en estas cuestiones, verdaderos dilemas morales, y además no hay tiempo de análisis juiciosos y ponderados, porque el mundo nos exige todo ya, esa urgencia de la que escribía el otro día y que nos hace perder la perspectiva de que ya hemos ido sobreviviendo un año. Y en la cosa política está pasando algo parecido, y nos queremos engañar con que lo que resulta preferido por mucha gente tenga que convertirse en algo que sea correcto. Cuando, como esta semana pasada, se mezclan las dos cosas, a la madrileña, el cóctel acaba en botellón y algarabía en un absurdo ejercicio de contagio vírico socialmente aceptado que no logro comprender. Salvo que, como el abogado viudo, optemos por reconocer que hay algo que está mal en esta sociedad, como lo estaba en los racistas EEUU de la novela, porque ahora prima el impacto mediático o la ocurrencia a la responsabilidad y el cuidado de los demás.