Al aire de la pequeña polémica de la semana pasada, porque es pequeña, con toda probabilidad inflada interesadamente, mal escuchadas las partes, ignorada la literatura crítica y porque se repite cada cierto tiempo, he vuelto a leer la Caperucita Roja de los Cuentos infantiles políticamente correctos de James Finn Garner. Son una humorada algo reaccionaria que se reitera en el exceso, más originales en su día -se editaron en 1995- pero tienen la virtud de hacer sonreír y señalar a su modo unas cuantas circunstancias que ya nos gustaría haber superado y que en los cuentos tradicionales lucen en todo su esplendor y pongan al esplendor el adjetivo que quieran.

Dicen quienes saben que más allá de una primera lectura del tipo una niña va al bosque un lobo la amenaza y también a su abuela y un cazador las salva (que supone que la fragilidad es femenina en tanto que las amenazas y las salvaciones vienen del lado masculino, un mensaje que por diversas razones incomoda mayoritaria y públicamente), hay otras más insidiosas y suculentas por ocultas como que una madre manda a una niña a casa de su abuela arriesgándola a atravesar un bosque lleno de peligros. En este caso, la primera fuente de inseguridad es la responsable de la seguridad. Algo no tan raro. La ineficacia parental es un tema recurrente en los cuentos: ¿Dónde estaba el padre de Blancanieves para no ver lo que se cocía en palacio? ¿Dónde el de Cenicienta mientras era reducida a un estado servil? ¿Quiénes fueron esa pareja de irresponsables que ocasionaron la desgracia de la Bella Durmiente? ¿Y esos dos que se desprendieron de Pulgarcito y sus hermanos?

El otro día, escuché a varias personas adultas afirmar el carácter incondicional del amor a los hijos. Quizá los adultos tendríamos que repasar esos cuentos.