Comprobaré si sigue siendo así, como hace tanto. Cada año, en estas fechas, la plaza se llenaba de ramos de crisantemos y boj. Ramos toscos, sin vuelo, ajenos a la combinación de texturas o la sugerencia de movimiento y con escaso sentido compositivo. Unos totalmente blancos, otros salpicados con algún toque morado o amarillo, sin un patrón fijo, a voleo, con nula pretensión estética. Incluso, alguna de las hojas podía presentar el ocre inequívoco del inicio de la putrefacción. Ingenuos, eran ramos porque agrupaban de manera permanente, sólidamente atadas, un conjunto de flores que se cultivaban en los márgenes de las huertas iba a decir que con idéntico cuidado que la acelga o la borraja, pero seguramente con menos. Las flores eran crisantemos que aguantaban el frío y el agua que para estas fechas ya habían hecho su aparición. Las ramas de boj se colocaban en la parte posterior, como un respaldo o un lecho y no estaban atacadas por ninguna polilla exótica. También había más huertas en Pamplona, huertas con vocación comercial, quiero decir. Tendré que pasar por el mercado para comprobar si se siguen vendiendo estos ramos densos. A su rusticidad se oponían los claveles, mucho más estilizados, de floristería, acompañados de paniculata o esparraguera. Claveles rojos y blancos. Gustaba la combinación de estos colores, equívocamente festivos en noviembre, y ha perdurado. El clavel se convirtió durante unas décadas en la flor funeraria por excelencia. La primera vez que vi un cadáver la habitación olía a claveles. Se velaba en el domicilio y las flores adornaban el ataúd abierto. No puedo olerlos sin volver a aquella casa, a aquel vértigo ya desde la escalera y el pasillo hasta asomarme a ver lo que quería y temía al mismo tiempo. Ahora el frío mata el olor de cualquier flor. No es un recuerdo triste, es noviembre.