El fin de semana estas páginas recogían la inauguración del Parque de la Memoria de la Tejería de Monreal, la fosa común de víctimas del franquismo más grande de Navarra. Entre los restos identificados, los de dos hermanos de la abuela. Hubo un tercero también fusilado, los detuvieron a la vez. Anda por ahí una foto hecha a posteriori, una composición donde aparecen esfumados como tres camafeos sobre fondo blanco. Los cogieron a los tres, a los dos casados y al soltero. Sus mujeres también sufrieron. Rapadas, paseadas, purgadas, enfermas, obligadas a contestar públicamente preguntas infames. Un familiar era el responsable que señalaba y organizaba, el Chato de Berbinzana. No tuvo compasión alguna, antes al contrario, la ocasión habría representado para él un festín de omnipotencia, de falta de límites.

En esa línea va el relato familiar que algún tiempo después de terminar la guerra, durante las fiestas, sitúa a la tía María y al Chato en El Centro. Él le pide baile y ella dice que no. Él le dice que repare en las medallas que lleva sobre la camisa azul, ella contesta que se las puede guardar. La respuesta del rechazado es perentoria, dice que hasta ahí el baile y efectivamente el baile se da por terminado. Las pistolas tienen ese poder.

Por esa época y por mediación de un cura, el Chato quiso pedir perdón a la abuela. Escuchado el mensajero, la abuela declinó la oferta, no quiso seguir la conversación y cerró la puerta. ¿Qué podía decir privadamente ante el abismo, ante la enormidad, que no la acotara y la redujera de alguna forma?

Ahora, los nombres de las víctimas, recortados en las estelas de hierro dejan pasar la luz. Es significativo. Nos cuenta C que V ha participado en la excavación. Hay trabajos que mejoran el mundo.