No hace mucho leí, no recuerdo dónde, algo así como que la percepción del tiempo es diferente en la infancia y en la edad adulta no solo porque conforme se cumplen años nos acompaña la inevitable aceleración de las demandas externas o porque acumulamos crecientes cantidades de información vomitada a ritmo trepidante o porque antes cada experiencia era nueva y su originalidad la hacía grabarse con una nitidez de la que hoy no disponen tantas rutinas y escenas reiteradas, sino también porque, eso creí entender, había una sustancia en el cerebro adulto ausente en el infantil -¿o se nacía con ella y se iba perdiendo?- que tampoco recuerdo si era hormona, enzima o qué, que favorecía esta sensación de que no ha podido pasar un año y ya otra vez estamos en Nochebuena. Pero como la rueda gira cada vez más rápido no sería extraño pensar que biología y experiencia se combinen para propiciarlo. Somos eso.

A las elecciones, los olvidos, las exclusiones, los puntos de vista y las aportaciones de cerebros de diferentes edades con que se iban modulando hasta hace poco las narraciones de la microhistoria personal y familiar se suma en esta época de superproducción gráfica la abundancia de material documental. La memoria de cualquier reunión navideña puede construirse recurriendo a los dispositivos móviles, sumando las conversaciones y las imágenes remitidas para dejar testimonio de la presencia de A o de cómo ha crecido B, aunque dudo que salvo artistas o gentes dedicadas a la investigación social que acumulan materia prima para sus creaciones y estudios, dada la volatilidad de las redes, esas constancias pasen a formar parte de los recuerdos asentados, aunque igual es una generalización y solo es mi experiencia, una reflexión tan prescindible como una bola de árbol de navidad.

Que pasen buena noche.