ice la podóloga y toda su profesión que conviene alternar dos o tres pares de zapatos para no dejar que la doble individualidad de los pies, sus presiones al pisar, sus inclinaciones, vaya, todo lo que hace que cada suela usada sea tan inconfundible como una huella dactilar, se afiance y produzca problemas. Con esa información y desde que empezó el otoño, he demorado el momento de despedir y remplazar unos zapatos viejos y queridos, tan hechos a mí como yo a ellos. Me pongo melancólica y no es eso. Así que aprovechando un rato libre, me echo a la calle para encontrar otros con los que iniciar un proceso de mutua adaptación. Tengo que decir que buscar zapatos es para mí una actividad estresante. La oferta, que no digo que sea pequeña, rara vez coincide con el objeto deseado. Mi zapato ideal tiene que ofrecer comodidad extrema, no soporto notarlo continuamente, menos aún las rozaduras. Si tienen cierta edad, se acordarán de la expresión domar el calzado. Recuerdo algunas domesticaciones en las que empleé meses infructuosos con calzados que se encabritaban y se negaban a conducirme pacíficamente a mi destino. Me asaltan escenas de rodeo y digo nunca más. He desechado unos cuantos pares por rebeldía, hay zapatos que odian al ser humano, o simple incompatibilidad de caracteres. Han de reunir un diseño ligero, casi de pasar desapercibidos, versatilidad, que vayan con todo o casi todo y durabilidad porque me encariño fácil, lo que supone que salir a comprar unos zapatos sea como iniciar la vuelta a Ítaca, es un permanente no llegar.

Y así, después del inútil periplo, acabo en casa con unas mandarinas y un limpiacristales. Con la que está cayendo, vitaminas y visión clara, me consuelo. Igual no me van a hacer tanta falta como creía.