ace un rato largo que han pasado las ocho y media. Comparto la marquesina con dos chicas. Salen de trabajar de lo que llamaríamos un edificio dotacional y repasan los chascarrillos de la tarde. Una compañera pejiguera, alguna queja menuda, risas. Subimos y nos sentamos en línea detrás de la puerta de salida, ellas a un lado del pasillo, yo al otro. Varias paradas después seguimos siendo las únicas pasajeras de la villavesa que ni de lejos va a completar el cincuenta por ciento del aforo en el resto del recorrido.

Siguen hablando pero han bajado el tono y yo me he ido a lo mío. Un repentino aumento de decibelios me hace girar la cabeza. Una de ellas está hablando por teléfono y dice: mamá, que llego más tarde, vamos a tomar algo con unas amigas. Por un momento, noto algo que no identifico. Pero dura poco, me rechina lo que oigo. No hay bares abiertos, han recomendado no visitar casas ajenas y no parecen el tipo de chicas que se toman una cerveza medio a escondidas en un porche.

No digo nada, claro, pero me deja mal cuerpo. Imagino que además de las recomendaciones generales estas chicas recibirán a diario en su trabajo indicaciones concretas. Tampoco hay signos de que la madre haya puesto ninguna pega, la chica ha colgado inmediatamente después de dar el aviso.

Tengo controlada a la policía que llevo dentro y que se pregunta si hace falta más pedagogía u otra cosa, pero la jueza se dispara y sentencia. Como me sabe malo, me digo que probablemente he entendido mal, que no tengo todos los datos, que solo pasearán un rato para despejarse. Nunca se sabe. El beneficio de la duda. Pero levedades así, tonterías como esta son las que nos ponen en riesgo.