n los relatos de algunas mujeres, la violencia nace a la vez que ellas con la desatención y la desconsideración que normalizarán el abuso, la explotación, la violación, el empleo de su capacidad de trabajo en condiciones de práctica esclavitud o su condición de objeto de trueque. En otros casos la violencia se explicita en las primeras relaciones y puede perpetuarse.

La violencia machista es universal y adopta miles de formas, unas casi invisibles, otras evidentes, produce enormes sufrimientos, limita la vida y mata. No hay soluciones rápidas ni fórmulas únicas, pero parece que un abordaje mínimamente ambicioso pasa por implicar a todos los actores.

Hacemos hincapié en la noción de igualdad, insistimos en que un proyecto vital personal y laboral es un escudo para las mujeres porque proporciona objetivos y medios. No paramos de desmontar la falsa felicidad prometida por el modelo de amor romántico, de decir que las relaciones deben establecerse con pactos explícitos, igualitarios y revisables. Que todo es negociable y debe negociarse. Que ya es sospechosa la negativa a hacerlo. Y seguiremos en esta línea. La pena es que pocas veces tenemos la oportunidad de plantear estas cuestiones a chicos y hombres, integrantes de la mitad de la humanidad que ejerce mayoritariamente la violencia. Los hombres matan más, torturan más, se suicidan más, tienen más accidentes. Chirriará la asociación, pero muchos son bastante novios de la muerte. Me pregunto qué pasa para que la violencia machista no vaya -al menos públicamente- con la mayoría de los hombres, para que si están en contra pregunten, hablen, escriban, no como gurús, como simples humanos avergonzados, como se avergüenza un blanco decente por lo que hicieron y hacen otros blancos a los negros, por ejemplo. Como quien pertenece a un grupo que hace daño y quiere evitarlo. Esa idea.