“Era un jardín al que llamábamos la tierra”, eso cantaba hace mucho Georges Moustaki, ¿Se acuerdan? Sí, mujer, el de “la jeta de extranjero”. ¿No? ¿Sí? Es igual. Fue hace mucho, cuando ya el jardín había comenzado a desaparecer de mala manera, y a nadie se le ocurría augurar que ardiera por los cuatro costado (unos más visibles que otros, de más cámara) y amenazado de arder por los otros cuatro que queden, si hay que hacer caso a los profetas de apocalipsis que son muchos y variados y disfrutan viendo como sus negras premoniciones se cumplen unas detrás de otras. Ahora mismo no tiene mucho mérito adivinar el futuro.

Por entonces la gente de aquí todavía se iba como podía a trabajar a otro lado, a Suiza, a Alemania, a América, y de los negros habitantes de países que apenas venían en los mapas (entonces porque los subsaharianos vinieron luego aunque fueran los mismos) -”No soy de color, yo soy negra”, dice la ministra italiana Cécile Kyenge- se ocupaban el Domund y sus misiones, los saqueadores de recursos naturales, la CIA y los mercenarios, antes de que hartos de hambrunas, expolios, muerte, los expoliados escaparan como podían en estampida, abocados a un drama que parecía olvidado, el de los desplazados sin retorno o con poco retorno posible. Una migración histórica si nos atenemos a las cifras totales de los que han llegado más la de los que han fallecido en el camino. Hoy, el destino de esos migrantes es piedra de toque de discusión política partidista y sectaria por encima de su drama. Y si repugnantes resultan las palabras de miembros de la clase política, dentro y fuera de sede parlamentaria, más lo son aquellas que salpican las redes sociales y provienen de quienes les apoyan y votan con un odio y una deshumanización que te hacen sentir el alivio de pensar que menos mal que el inmigrante no eres tú: cuando estas palabras llevan la firma de uniformados que representan a la autoridad, no cabe otra cosa que sentir temor por el futuro, el de los migrantes y el tuyo propio.

El jardín se fue viniendo abajo poco a poco y al final lo está haciendo de manera estrepitosa con un cambio climático que no augura nada bueno. Un cambio climático que la torva derecha reputa cosa de izquierdistas y populistas por mucho que cifras y datos se obstinen en demostrarles que no es cosa de ideología sino de supervivencia.

“Yo esto no lo veré”, dice el jubilado en la tabernita del mercado del barrio, mientras da cuenta de algún comistrajo venenoso, pero se equivoca por mucho que diga que le da igual morir de eso que de otra cosa. A poco que viva, lo va a ver y todavía verá algo mucho peor de lo que imagina, aunque su vida haya mejorado desde que era joven. Cualquier tiempo pasado no es mejor, he ahí la paradoja. Basta con echar la mirada una o dos generaciones atrás, al menos para la gran mayoría de la población; por mucho que la cifra de los excluidos e invisibles crezca sin parar. Realidad invisible esta.

Y del jardín al manicomio y al campo de batalla generalizado, porque lo que no es frente de batalla es retaguardia con descaro, aunque en apariencia nada pase. Retaguardia dañada, como sucede ahora mismo con la Argentina, un país poderoso que ha dado en la hambruna. Retaguardia que socava conquistas sociales y políticas centenarias. Bolsonaro, Trump y ahora Johnson que para impedir el debate del brexit suspende la vida parlamentaria británica. Maneras las de esta gente que se ve son contagiosas, intoxicadoras, que calan y se extienden avasalladoras. Como digo, una mezcla de manicomio a cielo abierto y de lejano campo de batalla cuyos efectos más desagradables, porque de ahí no pasan, nos llegan vía satélite convertidos en espectaculares informativos. De las guerras más sucias no nos enteramos porque es difícil que lo consiguiéramos, caso de que nos interesara, algo muy raro. “Lugar siniestro este mundo, caballeros”, escribía el poeta Félix Grande: “Pasan los siglos como mansos bueyes, los acontecimientos como caballos con la crin dura por la velocidad?” ¿Apocalíptico? Cá, lo dudo, me basta con estar a la escucha.