Se dice, no sé con qué fundamento, que fue el incendio de Londres lo que de verdad acabó con la peste que asoló la ciudad entre 1665 y 1667. Si eso es cierto, una catástrofe acabó con una calamidad. Me temo que ahora mismo catástrofes y calamidad vienen de la mano por mucho que la magnitud de esta última, la pandemia vírica, eclipse por el momento ese magma socio-económico-laboral que va a dar sin duda en tragedias personales.

No seré yo quien se dedique ahora a buscar culpables, es decir, chivos expiatorios que por lo visto tranquilizan tanto miedos y conciencias. Pienso que la salida de esta pandemia está en manos de los científicos, no de los políticos que hacen lo que pueden, cuando saben y no andan tan perdidos como la mayoría, tomando medidas que no sabemos si son acertadas, además de gravosas, algo que no niego, de consecuencias también imprevisibles estas: me limito a señalar que sus comunicaciones suelen ser sacos de humo, por mucha negrita que contengan. Imagino que no me habrán hecho caso cuando les recomendé la lectura de La columna infame, de Alessandro Manzoni. Y habrán hecho bien.

Hay que abstenerse de recomendar nada: ni comedero, ni bebedero, ni lectura, ni compañía nada. Pues bien, el relato histórico de Manzoni se refiere a la epidemia de peste que asoló Milán entre 1626 y 1631, y se cobró la vida de casi la mitad de la población. El clima de terror generado, de incertidumbre y de sospecha, la ignorancia de las causas, desataron una cacería de culpables de propagar la temible enfermedad, que terminó con la ejecución de varias personas, no solo por la mala fe judicial y su brutalidad, sino por la inmediata necesidad de dar contento al populacho que pedía culpables para aplacar su miedo a la enfermedad y a la muerte. La denuncia de una mujer dada al chismorreo vecinal que vio a un hombre manipular un envoltorio y restregar su mano en una pared, dio lugar a una cacería de untadores y a una avalancha de torturas y juicios perentorios y deshonestos. La célebre columna milanesa se elevó en el lugar donde se encontraba la barbería de una de las víctimas, Giangiacomo Mora. Las piedras, por muy bien labradas que estén, no compensan ni los dolores del tormento padecido ni la muerte, no hacen justicia. Aquello fue hace tiempo, en el de las plagas que se creía abolido. Ahora no hace falta ser tan expeditivo, aunque cabezas se pidan y plaga tengamos.

Que buena parte de la oposición busque de manera innoble el derribo del gobierno de coalición no se le oculta a nadie, que los propios gobernantes señalen, todo lo tímidamente que se quiera, a los expertos que aconsejaron esto o lo otro, tampoco, que los ciudadanos tomen partido por unos o por otros, o en busca de réditos políticos de ocasión, tampoco. Alguien tiene que ser por fuerza el culpable de esta calamidad y de sus consecuencias, las que hemos visto y las que nos falta por ver. El virus por sí solo no puede ser capaz de causar esta calamidad. Los chinos, los desinformadores, los políticos en activo, los que recortaron la sanidad y desdeñaron acopiar medios para la investigación clínica, los que hicieron de la sanidad un negocio privado y solo eso. El relato de lo sucedido varía mucho según quien lo haga y qué público tenga.

Nos gusta creer lo que queremos escuchar, de eso no me cabe la menor duda. Ahora no hace falta someter a tormento físico a nadie, no por el momento, ahora basta con el linchamiento mediático, con el bulo, el escándalo inflado, la mentira descarada, con la desinformación, con la noticia sesgada y los datos vueltos del revés, que equivalen a la muerte civil y política (si se puede) de los acusados. Es posible que el Gobierno no caiga, pero, a no ser que el ataque vírico ceda, saldrá desgastado por la fuerza de las circunstancias. ¿Han podido hacer otra cosa? ¿El qué en concreto? ¿Con qué medios? Me gustaría saberlo, al margen de los errores sin enmienda posible y de las consignas sectarias que se resumen en nada o en que el nuestro es un Estado con carencias serias, tanto como otros, es posible, pero ahora mismo poco consuelo es.