winston Churchill señalaba en octubre de 1939, pocas semanas antes del sorprendente pacto germano-soviético que desembocó en la anexión de Polonia y de los países bálticos, que "Rusia es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma". La intrincada frase lapidaria del estadista inglés retoma actualidad estos días de escalofriante escalada de tensión entre Rusia y Ucrania a cuenta de la disputa territorial de Crimea y varias regiones del este ucraniano de mayoría rusoparlante. En Moscú se han acostumbrado desde hace siglos a solucionar muchos de sus problemas apelando a la revolución y a las armas y olvidándose de estrategias más prosaicas -pero tan eficientes- como el diálogo y la diplomacia. No va a ser ahora el déspota de Putin quien rompa la tradición rusa de solucionar sus cuitas fronterizas a mamporros. Frente a lo que sostenía Churchill, la táctica del todopoderoso ex mayor del KGB no tiene nada de enigmática. Resuelve manu militari los levantamientos de las exrepúblicas soviéticas cobijadas bajo el amenazador manto de Moscú y alienta las revueltas que favorecen los intereses de los ultranacionalistas partidarios de la Gran Rusia, tan poderosa como la extinta URSS, pero barnizada de un marchamo de democracia aún lejos de consolidarse. Apelando al nacionalismo ruso, y refrendado por sus apologetas, aprovecha la excusa del auge de la ultraderecha en Ucrania para -en un peligroso envite- recuperar Crimea y otros territorios ucranianos; hinchar su ego y sus índices de popularidad; alterar el equilibrio geoestratégico en Europa; desencadenar un cataclismo energético a causa del gas ruso que abastece a media Europa; evidenciar las debilidades y desunión de la UE; enfurecer a una OTAN obligada a cambiar su estrategia para improvisar maniobras y enviar miles de soldados a la zona; recuperar la peligrosa tensión con EEUU; y avivar en la opinión pública occidental la llama de una guerra mundial que otrora prendiera en ese rincón del continente. Demasiados órdagos para el henchido Vladímir.