cuán lejos queda ya la gélida sonrisa de José Blanco aquel infausto 1 de julio de 2011, cuando ofició de cínico maestro de ceremonias en la toma de posesión de Barcina como presidenta y de Jiménez como vicepresidente in pectore. De semejante exaltación del régimen no restan ni las raspas, calcinado el vínculo entre aquellos amantes en cohabitación sociorregionalista -hasta el aborrecimiento de la fémina en un año escaso- y abrasados ambos en sus partidos -en la acepción también de fracturados- como carteles electorales. No acaban ahí las concomitancias entre la una y el otro, ya que aferrados siguen al machito de la jefatura orgánica para desdoro de sus sucesores. El de UPN aún por decidir, porque está por ver que Barcina, como suma sacerdotisa del Consejo Político y también del Comité de Listas, no vaya a propulsar a la candidatura a uno de sus más devotos -tipo Muniáin o incluso Maya- en detrimento del asimismo acólito pero menos Esparza y del imprevisto Rábade. A la espera, desde el fortín del rectorado regionalista, de los comicios de 2015, no resulte que UPN pierda la Diputación y sea precisamente ella quien ajusticie al fallido presidenciable tras transferirle una herencia criminal. Similar tutela ejerce Jiménez sobre Chivite, que cuenta las horas para sumar a su condición de candidata electa la de secretaria general por asentimiento. Vaya legado el que asume, con el guirigay interno en pleno hervor tanto en Pamplona, donde su preferido Pozueta denuncia irregularidades, como en Tudela, al invalidar la dirección la única candidatura presentada tras vetar a Teófilo Serrano. Un doble jaleo al que agregar los polémicos acuerdos con UPN muñidos por Jiménez en su tiempo de descuento para dejar bien atadas la salvación de Osasuna, sin exigir previamente responsabilidades por su quiebra, y la financiación del sindicalismo afín y de paso de la patronal. En su ocaso político al menos en Navarra, pues a Jiménez el PSOE le buscó acomodo en Madrid y Barcina perfectamente podría hallarlo vía su amigo Manuel Pizarro, ambos dejan como testamento su alargada -y nefanda- sombra.
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