Pedro Sánchez parece hacerse poco a poco con los mandos de un PSOE anclado en su suelo electoral histórico, con una evidente crisis de identidad y de estrategia, y vilipendiado tanto desde la derecha más recalcitrante como desde la izquierda radical de nuevo cuño. Tras librarse del trágala de las elecciones primarias (que en el PSOE, no lo olvidemos, las carga el diablo) por falta de oposición interna evidente Sánchez se ha visto obligado a darse un baño de masas rodeado de todos los gerifaltes pasados y presentes del socialismo. Aunque todavía hay muchos que piensan que se puede estrellar en las elecciones generales de fin de año y con la espada de Damocles de la falta de apoyo explícito y sincero como secretario general del PSOE de Susana Díaz y su todopoderosa federación andaluza ha habido cierre de filas de cara a la galería. La entronización de Sánchez el domingo, y la presentación de su gabinete ministerial en la sombra del lunes, ha servido de puertas afuera para intentar escenificar una imagen de moderación y centralidad como respuesta a las duras acusaciones de radicalismo de un Rajoy cada vez más temeroso de las urnas y zaherido por los pactos de la izquierda que han destronado al PP de buena parte de su poder municipal y autonómico. Sánchez subió al escenario del Circo Price cual sublime prestidigitador, sacándose de la manga una bandera constitucional más grande que la de Trillo para calmar a la derechona y a los poderes fácticos, temerosos del giro bolivariano del cada vez más pujante Pedro Sánchez. Reafirmar su proyecto federalista incidiendo en protagonizar el “cambio seguro, valiente y coherente que España necesita” es insuficiente si no se dota al proyecto socialista de coherencia con su pasado progresista y de apego a las exigencias de la calle. La escenografía a la americana la sabe hacer bien, pero en el circo de la política actual hay más maestros de ceremonia que quieren protagonizar el cambio. Y ándese con ojo el ilusionista Sánchez, no sea que acabe arrojado a los leones.
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