Todos sabemos -más o menos, grosso modo- qué es un embajador y para qué sirve. Sea político ocasional o diplomático de carrera, se supone que representa a su país en otro país y atiende los asuntos que afectan a ambos. Siempre, claro está, barriendo para casa, para quienes le han puesto ahí y le pagan.
Pero esa definición salta por los aires cuando se trata del Vaticano, único país del mundo en el que nunca está claro para quien trabajan los embajadores, porque intenta que se nombre siempre a personas de su cuerda, de profunda religiosidad (católica, se sobreentiende). Es como si China exigiera a Estados Unidos que le enviara un embajador comunista, a ser posible de la rama postmaoísta.
Y, claro, para conseguirlo, el Vaticano no duda en vetar -por el nada sutil método de no darle el plácet y dejar que pase el tiempo- a los nuevos embajadores que no son de su agrado. Un ejemplo muy reciente: los quince meses en los que ha mantenido el silencio para que Francia retirara su candidato, que es gay, porque una cosa es que el Papa diga que no es nadie para juzgar a los homosexuales y otra muy distinta permitir que uno de ellos sea embajador ante la Santa Sede.
Todo esto viene a cuento de que Fernández Díaz, el exministro del Interior, quería ponerle a su carrera política el colofón de la embajada en el Vaticano, pero ha llegado tres años tarde. Con su perfil de miembro del Opus Dei y de la ultracatólica Sagrada Orden Militar Constantiniana de San Jorge, y con su costumbre de condecorar a las patronas de los cuerpos policiales (incumpliendo la ley que exige méritos más tangibles que la intercesión celestial) y de rezar y meditar en el Valle de los Caídos, habría tenido fácil el plácet de Juan Pablo II y no muy difícil el de Benedicto XVI, pero Francisco no quiere por allí a un embajador tan retrógrado.
Lo cual nos crea sentimientos contrapuestos: alegrarnos de que no se salga con la suya semejante personaje -de ésos para los que se inventó la frase “Qué bien empleado le estaría a algunos cristianos que Dios existiera”- y apenarnos de que el Vaticano se vuelva a salir con la suya y elija al embajador que más le conviene a él y no a España.