corren ríos de tinta estos días a cuenta del final de la Presidencia de Barak Obama. En la hora del balance, las opiniones se dividen pero, en general, desde este lado del Atlántico son favorables al presidente que en cuatro días dejará de serlo. Se habla, siguiendo al Nobel Paul Kruger, de su acertado manejo de la economía interna que ha permitido a Estados Unidos mantener buenos números en medio del caos creado por la crisis en el resto del mundo. Se elogia su reforma de la asistencia sanitaria pública que ha permitido tener cobertura a 33 millones de norteamericanos, su interés por los problemas derivados del cambio climático, su política exterior con éxitos como los de Irán o Cuba y, en general, la sensación de que Estados Unidos está ahora mejor visto en el mundo que cuando accedió a la Presidencia.

Pero también hay voces que inciden en el debe de Obama. En casa, el malestar de amplios sectores de las clases medias norteamericanas por los escasos salarios, por el coste de la vida, por la brecha cada vez mayor entre los asquerosamente ricos y los cada vez más empobrecidos. Hay quien sostiene que la llegada a la Presidencia de Trump, uno de esos ricos, también forma parte, paradójicamente, del propio legado de Obama. En el exterior, es evidente que se ha alejado de la política chusquera de Bush, que no ha impulsado guerras, pero que tampoco ha resuelto los problemas del mundo.

Obama ha quedado lejos de alcanzar las expectativas generadas tras su elección, pero me parece que ha sido y es un tipo honrado. Le vi el otro día en la fotografía del periódico secándose las lágrimas con el pañuelo en su despedida, ese discurso elegante que emocionó a tanta gente. Sobre todo si se compara con la fotografía de su sucesor Trump en la página anterior. Esa que, con la boca abierta y los ojos amenazadores, señala con el dedo y, lo que es peor, manda callar a un periodista. No le veo a este Trump capaz de llorar.