En política generalmente conviene ensanchar el espacio, pero en ocasiones no es un error apretar las filas. Esta última receta es recomendable en aquellas situaciones en las que se goza de una mayoría que permite gobernar, pero en las que existe el riesgo de que la fuga de votos hacia otras propuestas te aleje del poder. No es el caso actual de la derecha en Navarra, cuya representación parlamentaria ha ido cayendo en picado hasta los exiguos 17 representantes que obtuvo la suma de UPN y PPN en 2015 y que mandó a los regionalistas a la oposición tras casi dos décadas ininterrumpidas en el Palacio foral. Sin embargo, en este escenario, ambos partidos han optado por la radicalización discursiva y la tensión con el único objetivo de procurar el desgaste del Gobierno. Con demasiada frecuencia lo hacen sin el menor rigor, incurriendo en ocurrencias cortoplacistas y sin importarles vender una imagen falsa de la realidad navarra que en absoluto beneficia a la ciudadanía que reside en la Comunidad Foral. Sin cumplirse dos años del cambio, seguimos escuchando en boca de los principales responsables de UPN y PPN que Navarra es un infierno fiscal y que las empresas se marchan, pese a que los datos de recaudación, de empleo y de implantación lo desmientan una y otra vez. Su estrategia seguramente obedece al estado de nerviosismo generado por la acción del Ejecutivo de Barkos, que paulatinamente va poniendo orden a la pésima herencia recibida, y por la solidez del cuatripartito que lo sustenta. Sólo de esta forma se explica que la presidenta del PPN, Ana Beltrán, hable ya de concurrir dentro de dos años en coalición con UPN -algo natural y entendible-, con Ciudadanos -que es una fuerza extraparlamentaria y antiforalista- e incluso con el PSN -lo que suena a disparate por mucho que los socialistas hayan apuntalado todos los gobiernos de derecha desde el año 1996 y después de que en 2015 renunciaran a subirse al tren del cambio-.