Se muere Juan Goytisolo, uno de los grandes de la literatura española del siglo XX -Señas de identidad es la novela por antonomasia del franquismo tardío (que no se pudiera editar en España hasta 1976 ya da una idea)- y una de las pocas voces críticas con lucidez e independiencia que nos quedaban, pero en la sección de cultura de los telediarios su muerte queda eclipsada por coincidir con la de David Delfín, un joven diseñador de moda. Y no es eso lo peor, sino que las noticias de ambas muertes se relegan y recortan porque de lo que toca hablar largo y tendido es del título del Real Madrid, que para cultura, la balompédica.
Y, para colmo, nos enteramos luego de que Juan Goytisolo tuvo problemas económicos casi hasta el final de su vida, hasta el punto de que se vio obligado a aceptar el Premio Cervantes, que aborrecía (por el concepto de los premios, no por Cervantes), porque necesitaba el dinero, demostrando que aquello de que “escribir en España es llorar” sigue siendo cierto en algunos casos, sin necesidad de remontarse hasta Galdós.
Pero en todo esto hay un trasfondo aún más doloroso, en gran parte explicado por Gregorio Morán en El cura y los mandarines, de 2014 (la editorial Planeta se negó a publicarlo, lo que ya da una idea): en nombre de la sacrosanta reconciliación nacional, los literatos que mejor parados salieron fueron los que eran franquistas pero poco y los que criticaban el régimen desde dentro, pero aún menos. Intelectuales desatados como el catalán eran demasiado estridentes para elevarlos a ningún altar. Mejor un Cela domesticado que un Goytisolo que no sabes cuándo te va a morder. Y si lo olvidamos muy bien cuando estaba vivo, ya verás ahora que está muerto.
En un país capaz de inventarse la generación del 27 -en realidad era del 36, pero ese año era anatema para el régimen-, es pan comido relativizar la importancia de Goytisolo y otros como él. Y para que funcione como debe, ahí van unos cuantos desfiles de moda, tan fashions ellos. Y luego, la Champions.