penamos en esta era de la fugacidad, como seres precipitados cuando no directamente impulsivos, pendientes siempre de estímulos ajenos, presos de los sonidos que emanan de los aparatos que portamos. De tanto anteponer lo urgente a lo importante, hemos mutado también en seres simples que afrontan las decisiones barajando las alternativas más sencillas, incurriendo de forma inconsciente en una pérdida de capacidad para el análisis, fruto de la pereza progresiva hasta la inoperancia mental. Esa alienación en el ámbito privado, con su nefasta traslación a la sociedad como miembros de la comunidad, se traduce también al ámbito político. Así lo acredita el creciente respaldo de los electorados de aquí y de allí a los populistas que en las instituciones proclaman soluciones triviales para problemas intrincados, a esos salvapatrias que difuminan con consignas baratas y descalificaciones a discreción las debilidades propias que les inhabilitan para resolver cualquier complicación de fuste por mucho que receten remedios contra todos los males públicos. Como lo fulgurante se impone, no queda lugar para la reflexión y, en consecuencia, tampoco para el pensamiento elaborado y por tanto mínimamente crítico. El mejor antídoto contra el vaciado intelectual es la lectura, aunque no cualquiera, no desde luego la frenética de tuits y guasaps, ese fangal digital de la desinformación y la injuria. Pero la lectura que solidifica, la que enriquece el raciocinio y amplía horizontes, precisa de la introspección imprescindible para interiorizar y desentrañar las complejidades de las que tanta gente huye. La lectura, en suma, necesita de tiempo de calidad, incluido el aislamiento respecto al entorno tecnológico en permanente ebullición, con el consiguiente efecto balsámico al doblegar el silencio al ruido. Regalémonos libros selectos, amigas y amigos, hagámonos ese favor colectivo en estas señaladas fiestas para sosegar espíritus y aminorar la estupidez circundante. La lectura sana, más en tiempos apresurados, confusos y coléricos.
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