Terry Gilliam, uno de los pensadores que conformaron ese grupo crítico y tronchante que son los Monty Python, ha estado promocionando en los últimos días la película El hombre que mató a Don Quijote y, ya se sabe, ha sido reclamado por un buen número de medios de comunicación y ha andado saltando de micrófono en micrófono para, además, de faenar con las labores de márketing de la cinta, opinar sobre la vida, en casi todas sus vertientes, como si este actor y productor de 77 años fuese un oásis en el desierto, el faro en la tormenta. Entre las cuestiones que se plantearon, las de la cosa pública, y entre ellas, las del papel de políticos. “A los medios de comunicación les gusta decir que los políticos son gente seria”, soltó en una de sus entrevistas. “Los políticos no toman decisiones, las evitan”, dijo en otro momento cuando en el Congreso, pura coincidencia, se debatía con fragor sobre la moción de censura. Hay que tomar las opiniones de Gilliam como las de un tipo con un caustico sentido del humor y facilidad letal para la crítica; también como la de un hombre descreído y que ha insistido en estos días: “Ofender a la gente es muy importante”.
Expresión que aislada también vale para explicar lo que viene sucediendo por aquí.
Los Monty Python, Gilliam entre ellos, han sido cabezas pensantes y suministradores de dinero en varios largometrajes renombrados. Películas para no parar de reír, de echarse a llorar con lo que señalan. En La vida de Brian, las conversaciones y andanzas entre los miembros del Frente del Pueblo Judaico, el Frente Popular de Judea y la Unión Popular de Judea, todos contra el régimen, desunidos en su unión, han pasado a la historia del cine y sirven para la vida. “Mira siempre el lado positivo de la vida”, cantaba a coro un grupo feliz de crucificados. Pero a veces resulta difícil pasar un mal trago. Clavados, sin ganas.