antes, hace ya una tacada años, le veía de paseo siempre con dos personas mayores, padre y madre supongo, con los que caminaba con un tranco quebrado, fruto de una cojera por el motivo que fuera, que llevaba al trío a desplazarse a ritmo lento, a su marcha, sin prisa alguna y con destino sabido. Durante tiempo, me encontraba al grupo en cualquier sitio, por el Casco Viejo, Ensanche o Vuelta del Castillo; preferentemente en horario matinal, sin mucha incidencia de la meteorología en sus planes, armonía los tres, a lo suyo, tranquilos. Durante años no fallaron estos encuentros ocasionales, estas coincidencias que las ciudades pequeñas ofrecen a menudo a sus habitantes y que componen también un pequeño mundo de rostros conocidos, caras habituales en algunas calles, personas de determinados sitios, escenario humano para momentos y de recuerdos.
Cada vez mayores, todos, nos seguimos cruzando durante años. Todo estaba en orden, sobre todo su relajante sintonía.
Tras un periodo sin vernos, sin verlos, ahora, desde hace un tiempo, han cambiado las cosas. Ya no pasea completo grupo armonioso y de unos meses a esta parte me encuentro con él, con la cadencia de su zancada un poco más acusada por esos problemas que siempre han viajado en una de sus piernas, con un bastón largo que le ayuda a componerse en el eje, con el pelo ya gris, solo.
Los repetidos encuentros de nuestras caminatas no aportan datos para medir su felicidad o infelicidad o cualquier otra cosa, pero aquel chico grande que andaba con sus padres cuando los demás a su edad estábamos a otras cosas, ahora este hombre de pelo cano que camina solo, sin los que fueron durante décadas permanente compañía, produce una emoción infinita, un nudo en la garganta de puro imaginar los cambios en su vida, su nueva historia. En la que espero que no haya soledad.