El pasado martes, dos llamadas a la redacción alertaban sobre un posible accidente de gravedad. En una de las transitadas vías de salida y acceso a la ciudad había un cuerpo tendido e inmóvil que los vehículos iban esquivando. No hubo información oficial en las siguientes horas. A todas luces, la trágica circunstancia apuntaba a un suicidio.

En Navarra, alrededor de medio centenar de personas se quitan la vida cada año (en 2018 fueron 39, según los datos del Gobierno de Navarra), aunque algunos expertos apuntan que la cifra es superior, ya que puede haber una intención suicida no detectada en otro tipo de accidentes mortales. Nos encontramos, de todas formas, ante un trance complejo de abordar desde todos los perfiles, no solo médicos, sino también informativos. Hay un inabarcable sentimiento de drama personal y familiar detrás de un suicidio; es muy difícil alcanzar a encontrar razones de por qué ha ocurrido, sobre todo cuando no hay indicios objetivos que permitan anticiparse y prevenirlo. A posteriori, lo común es cerrar filas y callar. Y seguir interrogándose por qué: por qué no hice más, por qué no me percaté..., en un casi inevitable ejercicio de autoinculpación. Ningún otro tipo de sucesos con víctimas (accidentes de tráfico, asesinatos?) provoca esa empatía en la prensa con la víctima y su entorno, lo que en la mayoría de las ocasiones, y de no tratarse de un personaje de relevancia, lleva a no publicar esa información.

La pregunta es: ¿no hablar o no escribir del suicidio ayuda a evitar nuevos casos? La tendencia más reciente apunta a que una información rigurosa y alejada del morbo es incluso positiva para concienciar a la sociedad; y ponen el acento en que es más pernicioso el silencio porque, en definitiva, no hace sino seguir ocultando el problema de lo que se ha convertido en la primera causa de muerte externa en el Estado: unos 3.700 fallecimientos al año. Pese a la magnitud de la tragedia, del suicidio se sigue hablando a escondidas. Nosotros también.