no hay mascarillas que nos protejan de lo cotidiano. No me refiero a la epidemia de coronavirus y a la posibilidad de un contagio que por estas tierras se antoja remoto y de momento bastante tenemos con escapar de la gripe; hablo de todos esos gérmenes que flotan en el ambiente y que contaminan nuestro día a día: las mentiras difundidas de forma masiva, las personas nocivas, los comportamientos provocadores, la gente que aulla desde sus púlpitos, los agresores a cara descubierta, los manipuladores en la sombra, las servidumbres impuestas y las asumidas, los lobos con piel de cordero? El catálogo de bacterias que dañan el organismo, la estabilidad psiquica y emocional y hasta el alma puede ser tan grueso como un Vademecum, pero no hay antídoto para todo. Esos microbios fuera de control, alguno quizá generado en un laboratorio de (malas) ideas acaban por encontrar su campo abonado y provocan otros brotes: racismo, homofobia, machismo, supremacismo, fascismo? Llegará un momento en el que acabaremos sustituyendo los Días Internacionalles de? por el Día de la Alerta Mundial de...: así se están poniendo las cosas. Y todo no puede arreglarse con profilaxis, o con el simple lavado de manos, o con la lejía que anuncia ese charlatán como jarabe para curar el coronavirus; posiblemente, a esas bacterias hay que comenzar por darles una respuesta individual. Aunque a la velocidad que van las cosas, me parece complicado.

Pero es más; diría que hay momentos en los que deberíamos de protegernos de nosotros mismos, no solo de lo que sale de nuestra boca sino de lo que se va cociendo dentro de nuestro cerebro. Nos contaminan y contaminamos; extendemos virus cuyo alcance y daño desconocemos, y otras veces buscamos una bomba bacteriológica de efecto racimo, rápida y concluyente. Ya digo, no hay mascarilla que sirva de escudo. Quizá deberíamos probar a pasar un periodo de cuarentena. Nos vendría bien.