reo que no me equivoco si digo que cada mañana nos levantamos esperando celebrar la caída de ese pico de contagios y fallecimientos. Que la línea que puede marcar el ecuador de la pandemia, el principio del fin del confinamiento y de las restricciones, está por fin más cerca. "Estamos llegando", vienen repitiendo expertos y ministros. Pero no acabamos de llegar. Vivimos anclados en una extraña versión del día de la marmota, en una repetición de hábitos a los que tratamos de engañar con algún cambio que nos anime a pensar que mañana puede ser una jornada diferente. Pero cuando abrimos los ojos, el futuro sigue siendo hoy.

Cada veinticuatro horas, las noticias nos abren un escenario de corto recorrido que poco tiene que ver con el que dibujamos el día anterior. Vivimos un tiempo diferente, cargado de sobresaltos, que obliga a recomponernos a diario, a tratar de seguir siendo nosotros sabiendo que ya no podremos ser los mismos. Llega, por ejemplo, la notificación de un ERTE que desmonta antiguos planes y llena de incertidumbre el ánimo porque el mercado laboral sufrirá la criba de una crisis de efectos insospechados, otra pandemia que va a cobrarse vidas, sueños e ilusiones. Y escuchamos también a agricultores que claman por la pérdida de su cosecha y a ganaderos que no saben qué hacer con sus animales. Más inquietud.

En la tercera semana de cuarentena, los mensajes motivacionales ponen ahora el acento no tanto en la resistencia de las familias para soportar el enclaustramiento -que ya está demostrada- como en invitar a imaginar ya qué haremos o qué nos gustaría hacer cuando salgamos de esta. Sospecho que nos queda, al menos, todo abril viviendo de puertas para adentro, sin llegar a saber cuándo se reanudarán las clases, si se celebran o no los Sanfermines, qué pasa con las ligas de fútbol, el retorno del juevintxo o si podemos viajar con acompañantes en el coche. En fin, mañana será otro día. O no.