urante años era habitual en los periódicos dedicar las portadas del 1 de octubre a elogiar la gigantesca obra del Generalísimo, sus desvelos por mejorar el porvenir del pueblo español y su incansable lucha contra el comunismo y los contubernios internacionales, siempre maquinando contra la España una, grande y libre. Pura envidia que crecía conforme el militar alzado sumaba años de paz. Esta fecha, la de hoy, conmemoraba la investidura del levantisco general como Jefe del Estado en 1936. Un Estado que en esa fecha tenía un Gobierno legalmente elegido antes de que el susodicho se sumara a la conspiración para derribarlo a cañonazos en cuatro días y tras la toma de Madrid, aunque los planes se acabaron dilatando más de lo esperado. Han pasado 84 años y millares de muertos, asesinados y represaliados y hoy, otro 1 de octubre, el dictador sigue aquí, en el día a día, como una trágica herencia sin fecha de caducidad. Busquen si no la foto agitada ayer por Gabriel Rufián en el Congreso, esa en la que aparece el niño ahora rey saludando con inocencia protocolaria al genocida. El crío no sabría que la mano que estrechaba había firmado penas de muerte; quizá cuando lo supo dio por buena la rúbrica debajo de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado que convertía a su padre en monarca y a él en heredero directo del poder usurpado por aquel anciano, aunque ahora afloren quienes dicen haberle votado para ocupar el trono. Contemplen las fotos del acto celebrado ayer en el Parlamento; familiares de las víctimas del golpista reciben una reparación moral. Aunque parezca reciente, hace 81 años que concluyó la guerra y pronto se cumplirán 45 desde el fallecimiento del capitán del Azor, y son muchos los descendientes de quienes mandó fusilar que no han encontrado aún ni el desagravio ni los restos de su gente. Tampoco el apoyo de una derecha que no puede o no quiere renunciar a su pasado. No hay un país en el mundo en el que la historia esté de tan permanente actualidad, ni que cierre tan mal los capítulos más negros.