aplaudo que nuevamente suba a escena ese elenco de actrices y actores que se han soltado la melena para contar el horror con el que se ven obligados a vivir por el mero hecho de tener algún problema de salud, en este caso, en su mente. Son los pacientes más estigmatizados del panorama social y cuando pensábamos que el hecho de cerrar los psiquiátricos, ahí por los años ochenta y noventa, iba a suponer un respiro para estas personas, resulta que tampoco. Poco sé de Psiquiatría, de tratamientos, de curaciones, de causas, de si fármacos sí o fármacos no. Difícil cuestión y, además, para eso están los expertos y las expertas. Por mera cuestión de empatía, creo saber del dolor que padece el o la enferma y de la vida llena de sinsabores que comparten con sus más cercanos, máxime si la cosa aun se ha complicado más con daños colaterales, por llamarlo de algún modo. De lo que también creo que sé es del desprecio que perciben y del miedo a la marginación que sufren. Sé de lo complicado que es comprenderles y de entender que su comportamiento es fruto de una enfermedad.

Por eso aplaudo y me alegro de que Que nadie camine por mi mente con los pies sucios vuelva a escena. Que este elenco de valientes se animen incluso a poner el punto cómico a la tragedia de su periplo vital y de que nos pongan a pensar. Valientes sí, porque ante esta obra el público ríe, llora, se enfada, aplaude, empatiza, comprende, no entiende, rechaza...

Ante este relato una se alegra de tener amistades que saben meterse en la piel del otro para vivir lo que se siente dentro de un colectivo en riesgo de exclusión. Y lamenta también que en el teatro de la vida aun se sigan pisoteando muchas mentes con pies sucios.