a pasada semana, en el soberbio documental que emitieron con motivo de su muerte, Luis Eduardo Aute decía algo así: "En Estados Unidos ya no usan el término cultura; ahora dicen entertainment". Es decir, entretenimiento.

Triste reflexión por lo mucho que probablemente tiene de cierta. Y un solo ejemplo de los miles que se podrían poner: ¿para qué leer La Iliada o La Odisea -o al menos las novelas posteriores sobre el tema que han intentado respetar y explicar el texto original (muy recomendables, por ambas cosas, la amena La Canción de Troya, de Colleen McCullough, y El mar en ruinas, de David Torres)- si basta con ver la película Troya, que se cisca unas 200 veces en los relatos de Homero, pero sale Brad Pitt, tío, ¡Brad Pitt!?

Debate interesante éste del entretenimiento y la cultura, sobre todo en estos tiempos de multiplataformas que nos ha tocado vivir. En la Antigüedad jugaban con ventaja: libros, teatro, trovadores callejeros y pare usted de contar. Como decía Lee Marvin, a propósito de ese capítulo interminable de Proust en el que lo único que hace es desenvolver una magdalena: "Los clásicos no tenían competencia. Y por eso podían tardar tres páginas en tirarse un pedo". A la busca del tiempo perdido en leerlo, rebautizaron las malas lenguas la obra del francés, de más de un millón de palabras, 230.000 más que la Biblia, 620.000 más que las dos partes de El Quijote.

Está claro que los tiempos y los avances tecnológicos nos han cambiado. Y a qué velocidad. Solo por la radio, el cine y la tele, que no existían hace siglo y medio, estamos más lejos de la gente del siglo XVIII que ellos del primer milenio.

Y, por lo que se ve, esa competencia nos hace mucho más exigentes con toda obra artística que nos proponen. Queremos más en menos tiempo y, por supuesto, que no nos aburra. Cultura sí, claro, quién no la quiere, pero con el excipiente del entretenimiento, que si no no hay quien se la trague. Complicada fórmula.