l coronavirus, con su mascarilla adosada, nos ha traído algo bueno. Justo porque nos ha quitado algo malo literalmente de encima: los besucones. Esas gentes recién conocidas o escasamente frecuentadas que iban con el morro por delante. Sin contentarse con la mano ofrecida con firmeza como señal de stop pero que ellos interpretaban como una puerta abierta al ejercicio labial. Sin embargo, se echan un montón de menos los abrazos, más castos y útiles para regular la graduación del afecto profesado en función de su intensidad y duración. Esos abrazos terapéuticos desde la más tierna infancia por la seguridad que nos infundieron de niños, todo un acicate para activar a las personas tímidas al revestirles de un mínimo de confianza. Una herramienta básicamente para transmitir cariño a los demás que en realidad nos cura por dentro. Para empezar, porque los abrazos nos procuran placer mediante la segregación de dopamina y serotonina, rebajando los niveles de estrés. De hecho, está acreditado que ese contacto físico disminuye la presión arterial por el sosiego que proporciona. Y se señala también, aunque sin evidencia científica plena, que la dosis recomendada son catorce abrazos al día para cubrir las necesidades emocionales, digamos que para sentirse suficientemente querido. En caso contrario, correríamos el riesgo de sufrir lo que se denomina hambre de piel por ausencia de roce humano, pero no sé qué me da que la mayoría nos conformaríamos con bastantes menos. En resumidas cuentas, que el abrazo constituye el mejor antídoto contra los malestares propios y ajenos. Y que con tres vacunas en el cuerpo ha llegado la hora de recetarlos a diestro y siniestro, con las mascarillas en su sitio quede claro. Yo ya les tengo avisadas a mis amistades de que en los próximos encuentros no me contentaré con pasarles la mano por el lomo o por la chepa, menos con llevarme la mano derecha al corazón o con ese chocar de antebrazos tan postizo, por antinatural. Quiero más. Necesito más. Mañana sin ir más lejos, Día Internacional del Abrazo desde 1986 por afortunada ocurrencia del estadounidense Kevin Zaborney, un figura el tipo. No conozco costumbre más sana. Y ya no me basta con cerrar con ese palabro, para infundir una micra de calidez a las despedidas, los mensajes remitidos vía teléfono móvil. Abrazos. En plural esta vez.

Con tres vacunas en el cuerpo

ha llegado la hora de recetar abrazos a diestro y siniestro,

a poder ser hasta los catorce recomendados al día