diós a las gafas empañadas. Y a los roces en las orejas. Y a la piel y la boca secas. Qué gozada poder respirar al fin a pleno pulmón en la calle, libres de mascarilla salvo en eventos multitudinarios y cuando no medie la distancia preceptiva. Ya era hora de acabar con esta estupidez. Estupidez, sí. Porque no existe ninguna evidencia científica de la eficacia de la mascarilla en exteriores, pues sin ella la posibilidad de infección en la vía pública resulta absolutamente residual incluso sin vacunas de por medio. Luego se ha tratado de un placebo, pura superchería, de una restricción para que los poderes públicos se curaran en salud, no para velar por ella. Una superstición sin utilidad acreditada pero con costes ciertos, de impacto económico no menor por ejemplo para las familias y personas que malviven o subsisten con lo justo. Por lo demás una imposición contraproducente, por ininteligible además de estéril, que en no pocos casos ha redundado en ansiedad y en muchos más en fatiga pandémica, mientras que en otros el miedo inoculado convertirá la mascarilla en permanente, al estilo asiático. Si la mascarilla al aire libre carece de todo sentido para la integridad física, sin ella son todo beneficios para la salud mental. Primero porque para demasiada gente el tapabocas constituye un parapeto, una excusa para la introspección, un pretexto para transitar sin pararse con nadie abundando en un aislamiento a la postre nocivo. Pero también porque las emociones se contagian y no hay mejores transmisores de optimismo vital que las personas positivas con el rostro desnudo. Medicamentos andantes desde la premisa de que las relaciones interpersonales provechosas se basan asímismo en la comunicación no verbal, en lo que se dice sin decir. Bien entendido que la visualización de la belleza en todo su esplendor también cuenta, por lo que levanta el ánimo el personal guapo con su sola presencia, así, al natural. A propósito de las ventajas de conducirnos sin mascarilla en nuestras calles, conviene igualmente ponderar la capacidad diagnóstica que recuperamos para identificar ya sin careta a los buscadores de víctimas propiciatorias a las que metérselas dobladas. Elementos patógenos cuyas aviesas intenciones podemos detectar ahora sí en una mueca, en un respingo. Disfrutemos pues del momento inhalación y vayamos entrenando para el siguiente paso: los besos, si no con lengua, sí con labios. Qué sensación.

Disfrutemos de los beneficios para la salud mental de ir por

la calle sin mascarilla tras

acabar al fin con una estupidez sin evidencia científica